lunes, noviembre 29, 2010

Dios en persona, de Marc-Antoine Mathieu. Ensayo de fe.

En Dios en persona, Mathieu resuelve una complicada paradoja a su favor: consigue que un ensayo se convierta en cómic.

Probablemente, dentro de los diferentes géneros literarios, nada hay más opuesto al cómic que esta fórmula inventada por Montaigne en el S.XVI. Bien es cierto, también, que el cómic además de ser una obra artística completa con unas características concretas, puede entenderse como medio de expresión artística (un vehículo) que permitiría adaptar a sus mecanismos diferentes tipos obras.

Esta reflexión viene a cuento porque Dios en persona es un cómic basado en reflexiones filosóficas y teológicas, más que un ejercicio puramente narrativo. De ahí que su organización en capítulos sea, si no aleatoria, si bastante fragmentaria: existe una línea de relato, desde luego (la que marca el episodio comprensivo del juicio a Dios), pero cada capítulo funciona, en realidad, como un nuevo punto de vista añadido al debate de la existencia de Dios, como una nueva línea de voz cualificada que participa del mismo.

De hecho, probablemente ésta fuera la única manera lógica que tenía Mathieu de convertir en tebeo un género en el que la reflexión, el didactismo y el razonamiento dialéctico sustituyen a la forma narrativa. Es interesante, en este sentido, que el relato de Dios en persona se construya a partir de las declaraciones profundas y ampliamente razonadas de los personajes que pueblan sus páginas: como si estos fueran los testigos llamados a declarar a un juicio. Que en realidad es la figuración que se escenifica en las páginas del cómic. Nos recuerda el recurso al modo y manera en que Welles construyó su Ciudadano Kane: los testimonios subjetivos y contradictorios de aquellos que conocieron al gran magnate norteamericano (quien fuera en realidad William Randolph Hearst) ayudan a formar la imagen del personaje que da nombre al film. Es curioso que, en aquella ocasión, Kane fuera un hombre que ha adquirido la categoría de un semidiós gracias a su fortuna y en el caso de Dios en persona, Dios haya adquirido corporeidad y presencia humana.

El dibujo de Mathieu no intenta esquivar la complejidad del asunto referido. Recurre el francés a un estilo realista muy sintético y, por momentos, bastante sombrío y solemne. Se vale para ello de un juego cromático apoyado en los tonos grises y en grandes masas de sombra y trama negra. Sus personajes (los sociólogos, científicos, psicólogos, barrenderos o abogados que testimonian a favor o en contra de Dios en el juicio), resultan seres humanos creíbles y perfectamente identificables desde un plano de recreación física. Curiosamente, el único personaje que no tiene rostro es Dios. Mathieu evita representar al personaje central de su obra de frente: lo vemos siempre de espaldas o a través de los cristales traslúcidos de la urna que ocupa durante el juicio. El recurso es ingenioso y su utilización no resulta forzada en ningún momento. Esta solución podría leerse, además de como solución al problema de la representación divina (sobre todo para el Islam), como guiño irónico a los recientes escándalos acerca de las representaciones de Alá y su profeta.

No es descartable esta última lectura, sobre todo si tenemos en cuenta el gran aparato de referencias socio-culturales, filosóficas y artísticas que maneja la obra. Dios en persona está surcado de citas (textuales y visuales) de grandes filósofos, pensadores y artistas que se han ocupado del concepto de Dios. La obra, como buen ensayo sobre el tema que es, tiene una fuerte y sólida base intelectual. El texto de Mathieu hace gala de una gran inteligencia y fuertes dosis de ironía para hablar de la actual sociedad mercantil, un entorno sociopolítico que en esta obra se revela carente de valores humanos e ideológicos. Dios en persona recurre al “sumo creador” para atacar de frente a los encargados de administrar su obra: los hombres. Se trata de un cómic que, detrás de su discurso teológico, esconde un mensaje de gran calado ético y filosófico: el del fracaso del ser humano como ser social.

En su, por momentos bastante claro, tono paródico, este cómic alcanza algunos instantes imaginativos de verdadera genialidad: ese momento de la creación del logo de Dios con copyright incluido (que tanto le gusta al carcelero) o el recorrido por las galerías de arte acaparadas por las referencias al todopoderoso y la brillante explicación de las piezas en ellas expuestas; o la obra teatral de base brechtiana creada alrededor de un dios con dudas existenciales. Como hemos dicho, el trabajo de Mathieu está surcado de buenas ideas y de “citas” precisas que se ramifican y bifurcan ensayísticamente en diferentes direcciones argumentales.

Probablemente, la única pega que se le puede poner a este tebeo tiene que ver con esa naturaleza ensayística. Al no tratarse de una narración al uso, su interés o, mejor dicho, el interés que la obra pueda suscitar en el lector, estará en relación directa con el interés de éste en el tema tratado. A aquellos a quienes el debate sobre la existencia divina se la traiga al pairo, Dios en persona les va a interesar sólo parcialmente. Especialmente a ellos, les invitamos a que se recreen en los muchos otros valores que encierra la obra de Mathieu: gráficos, simbólicos, críticos, culturales e irónicos (por lo que respecta a la radiografía social que dibuja.) A Dios pongo por testigo que no se arrepentirán.

lunes, noviembre 22, 2010

Chris Ware y Acme Novelty Library 20. Prodigio de vida.

Lo ha vuelto a hacer y, como siempre, lo ha hecho de forma diferente.

En ocasiones, cada vez menos, se acusa a Chris Ware de frialdad y de cierta falta de alma. Una confusión clara entre el continente y el contenido. Es cierto que la perfección de su línea, su empleo de colores planos y su recurrencia constante a imágenes y símbolos relacionados con una iconografía propia de la producción industrial (recortables, señalética, mapas, diagramas, etc.), hacen que su dibujo tenga un aire aséptico, casi mecánico. Dicho lo cual, no se nos ocurren muchos autores que se hayan adentrado con más profundidad dentro de las hoquedades del alma humana o que hayan sido capaces de mostrar con mayor intensidad y sentimiento el camino de las emociones humanas.

En su última entrega de la biblioteca Acme, el volumen 20, lleva su habitual juego de recreaciones biográficas a unos extremos tales de excelencia, que se nos antoja imposible adivinar hasta donde puede llegar este autor en su camino de renovación del lenguaje comicográfico. Su búsqueda incluye, en esta ocasión, una evolución gráfica que mezcla la depuración icónica de las primeras páginas y el realismo detallista de algunas de las viñetas retratísticas de los episodios finales (poco comunes en su obra, por otro lado); como si el propio Ware quisiera sacudirse de encima esas críticas, cada vez menos cabales, de su supuesta frialdad.
La edición de Lint, el nombre que lleva este volumen 20 en portada, es realmente lujosa. Manteniendo el formato apaisado de sus últimos números, las cubiertas del libro están encuadernadas con una banda azul central (con las letras del título troqueladas en dorado), enmarcada por dos bandas laterales de tela estampada con motivos florales y perifollos varios; una auténtica joya de barroca elegancia.

En su interior, Ware nos cuenta la historia de Jordan Wellington Lint (1958-2003). Al ofrecernos desde la primera página los límites biográficos del personaje, el lector se da por avisado de la naturaleza del relato: un perfil biográfico completo, desde el nacimiento hasta la muerte del protagonista; por contraposición a sus más habituales trabajos sobre biografías fragmentarias y fraccionadas, como la de Rusty Brown o Jimmy Corrigan, por ejemplo.

Igualmente, al marcar tan claramente las bases del juego narrativo circular (los límites mismos del relato), Chris Ware puede permitirse ahondar con mucha más libertad creativa en el proceso de la recreación vital del protagonista. Esta circunstancia le permite desplegar con mucha más riqueza simbólica su habitual red de indicios y referencias cruzadas (visuales y textuales) entre los protagonistas y los distintos episodios de sus vidas.
En algunos casos el trabajo de Ware llega a unos niveles de osadía experimental tales que el lector necesita varios minutos de reflexión para ponerse al nivel de un relato tan exigente. No es la primera vez que el autor intenta asir visualmente el pensamiento irracional o los frutos del subconsciente, pero su trabajo en las primeras páginas, intentando mostrar la percepción que un bebé tiene de la realidad, son un prodigio de imaginación e inteligencia.

Ware es un creador de personajes, un “psicologista” nato. El relato se ajusta a los requisitos evolutivos de Jordan Lint y gana en complejidad (gráfica y narrativa) al mismo tiempo que su protagonista (nuestro punto de vista como lectores) crece como personaje con la edad. Para tamaña travesía, el autor ha elegido a un personaje reflejo de nuestro tiempo: un ser lleno de recovecos y atajos, un falso triunfador modelado por la genética de una familia disfuncional (como se dice ahora), su entorno social y su autocomplaciente incapacidad para aceptar sus debilidades; uno de esos personajes, en teoría hechos a sí mismos, a quienes debemos agradecer estar como estamos en estos tiempos de fracaso neoliberal y sospechosa moralidad. Un tipo complejo este Jordan Lint.Este número 20 de la Acme Novelty Library es lo más parecido a una obra maestra absoluta que van a poder leer próximamente: una obra llena de matices y capas de significado, tan emocionante como una vida real (con sus momentos de alegría y sus muchos episodios de fracaso existencial); pero, por eso mismo, es un cómic complicado, como lo es cada ser humano, y lleno de afluentes. Ware confía en la inteligencia del lector y no duda en lanzarle retos narrativos desde sus páginas. Si uno sale indemne de la lectura de un cómic como Lint, puede tener clara una cosa: como lector habrá salido enriquecido de la “aventura”. El reto tiene premio.

domingo, noviembre 14, 2010

Virtusismo en el arrozal.

Nos ha llegado un correo a nuestro buzón que nos ha dejado alucinados (debemos de haber sido los últimos en recibirlo). Tanto, que vamos a hacer algo que no debería repetirse demasiado, pero que, quizás, nos dé esas respuestas de las que carecemos: vamos a utilizar fotos e información anónima (bien extendida por la blogosfera, por otro lado) para ilustrar el post. Si alguién puede completar los huecos (fotógrafo, fuente, autoría del texto...), que lo haga y nos lo haga saber.

Dicho lo cual, imagínense que la artesanía se mudara en virtuosismo artístico. Mejor dicho, imagínense que la mano de obra, la fuerza motriz laboral, terminara convertida en obra de arte perecedera, al estilo de las instalaciones, intervenciones o manipulaciones de los artistas de los 60 (las de los Fluxus, el Accionismo Vienés o el Land Art). Obreros anónimos (agricultores en este caso) al servicio de la fugaz belleza: hablamos de arte vivo, de cuadros en el arrozal.
 
Resulta que en 1993 los comités de aldea de Inakadate decidieron utilizar sus arrozales para recrear diferentes imágenes y motivos gráficos, aprovechando las diferentes fases de crecimiento del arroz en la plantación. Partiendo de "ilustraciones" suficientemente conocidas, estos creativos agricultores empezaron a utilizar diferentes variedades de arroz para diferenciar tonalidades y matices en su obra; señala nuestro anónimo texto: "...arroz un poco morado y amarillo Kodaimai junto con sus hojas verde del local Tsugaru-hojas, una variedad romana, para crear los patrones de color en el tiempo entre la siembra y la cosecha en septiembre".
 Continuamos citando: "En 2005, los acuerdos entre los propietarios de tierras permitieron la creación de enormes espacios de arte con plantas de arroz. Un año más tarde, los organizadores empezaron a utilizar computadoras para diseñar con precisión cada parcela de plantación de las cuatro variedades de arroz de diferentes colores que llevan las imágenes de la vida."
 Una de esas curiosidades internáutico-artísticas que tarde o temprano llegan a nuestros correos (a nosotros nos ha llegado tarde, lo sabemos). Es cierto que en este trabajo hay mucho de preciosismo y esteticismo, y mucho más de cooperación artesana que de creatividad conceptual, pero no me negarán que la originalidad de la propuesta la hace merecedora de difusión. A veces, ya ven, nos emocionamos como niños con el trabajo grupal, con la cooperación artística popular al servicio del espectáculo visual. Estamos hechos unos bolcheviques laicistas de aupa, que le vamos a hacer.

Ah, ¡y aparece Doraemon!

martes, noviembre 09, 2010

Pobre marinero, de Sammy Harkham. Emocionante concisión.

Esta semana, una reseña breve para un pequeño cómic, inmenso en realidad: el Pobre Marinero, de Sammy Harkham.
Antes de que en Apa-Apa tuvieran la osadía de lanzarse a la edición de la obra, hay que reconocer que el nombre de Harkham ya sonaba con fuerza entre las jóvenes promesas del nuevo cómic independiente norteamericano, surgido del mini-cómic (los Huizenga, Porcellino, Brown, Carré, etc.). The Comics Journal y demás fuentes de referencia ya le habían dedicado páginas importantes, sus trabajos habían aparecido en los recopilatorios de Drawn & Quarterly y, sobre todo, él era el artífice y editor de una de las publicaciones independientes más mentadas y adoradas de los USA, Krammers Ergots. Gracias a los Internets y las ventas por correo, muchos habíamos tenido la ocasión de familiarizarnos, aunque sólo fuera superficialmente y desde cierta distancia, con el estilo y las inquietudes artísticas de Harkham.
De Pobre marinero se hablaban maravillas. Reconozcámolos, cuando vimos la bonita y diminuta edición española del mismo, se nos puso cierto gesto de incredulidad: ¿tan pequeño es? ¿no es un poco caro para su tamaño? Abiertas las páginas, aumentaban las incertidumbres: ¿ah, pero sólo hay una viñeta por página?
Concluida la lectura, nos enjugamos las dudas y llegamos a una conclusión: Pobre marinero es un cómic breve, sí, pero también es uno de esos libros, pequeños, primorosos, que admiten la calificación de "joyas coleccionables"; ediciones diminutas llenas de cariño y talento, "objetos" de esos que apetece poseer, aunque sólo sea por tener la opción de revisitar sus imágenes algún día o por el sano placer de compartir algo que hemos disfrutado y que se trasmite como un pequeño secreto; en voz baja y agarrándolo con las dos manos, como si lo que pasáramos al prójimo fuera un cáliz artístico (como nos lo pasó a nosotros nuestro amigo José Manuel tras aquellas jornadas leonesas).
Lo decíamos, Pobre marinero es un cómic de a viñeta por página. No hemos leído el cuento original de Guy de Maupassant que adapta ("El mar"), pero nos han comentado que el trabajo de Harkham mantiene intactas sus virtudes y hace algo complicadísimo además: adaptar sus requerimientos narrativos a las posibilidades y recursos expresivos del nuevo medio adaptativo. Se lo aplaudimos en su día a Mazzucchelli y Karasik, con Ciudad de cristal, lo hacemos ahora con Harkham.
Es enorme la capacidad de emoción que consigue trasmitir el norteamericano con el empleo de la elipsis. Los silencios que llenan (que constituyen, más bien) la esencia de este trabajo, están repletos de tal emotividad que, en muchas ocasiones, sus viñetas perduran en nuestras retinas como imágenes poéticas de largo alcance. Ayuda a ello la habilidad gráfica de Arkham para la concisión visual (nos movemos en el terreno mismo de la elipsis, en realidad): no sobra una línea, ni una sola trama, ningún fondo vacío resulta superfluo o parece una solución de compromiso. La realización en un bitono blanco y verde (un color manzana tenue, casi pastel) incide en esa recreación de una atmósfera lírica y nostálgica, marcando un tempus fugit que, desde las primeras instantáneas, parece alumbrar futuras tragedias.En fin, espacio en blanco, elipsis, concisión, para un cuento marinero lleno de olvidos, decisiones erróneas y lágrimas derramadas... Parece que, en el fondo, el continente mínimo pasaba por ser necesariamente la solución minimalista para tal concentración de emoción sincera. Nosotros vamos a cerrar aquí también nuestro post, no sea que la breve reseña que anunciábamos termine por extenderse más de la cuenta.

martes, noviembre 02, 2010

El gourmet solitario, de Taniguchi y Kusimi. Apetito episódico.

Somos muchos los que crecimos y creímos en el manga adulto gracias a Jiro Taniguchi. Algunos de sus tebeos son auténticas obras de referencia: no se puede hablar de la evolución artística del cómic en las últimas dos décadas sin mencionar trabajos como El almanaque de mi padre o Barrio lejano, por ejemplo.
Ahora bien, lo primero que leímos de Taniguchi fueron aquellos episodios de aire contemplativo, casi filosófico, que protagonizaba el protagonista de El caminante. Creemos recordar que fueron los editores de El Víbora, en sus buenos tiempos, quienes tuvieron la brillante idea de incluir al japonés entre sus colaboradores habituales.
El gourmet solitario, el cómic de Taniguchi con guión de Masayuki Kusumi, sigue un planteamiento estructural similar al de aquel El caminante. A lo largo de 19 episodios, se hace un recorrido narrativo por la geografía japonesa (con un claro predominio tokiota) y sus variedades gastronómicas. El cómic funciona, desde este punto de vista, como guía gastronómica y, secundariamente, como relato de viajes. Pero es bastante más, en realidad.
Todos hemos oído hablar de la ingente producción de tebeos que abarca el mercado de los manga. Cuando se quería impresionar al neófito, hace años se comentaba que dentro de tamaña oferta había incluso espacio para mangas especializados en los más variopintos aspectos de la vida japonesa: aparte de los obvios tebeos infantiles (bien diferenciados los de niños y los de niñas), había mangas dedicados particularmente al juego del gon, mangas históricos, mangas dirigidos a los economistas y hombres de negocios y mangas gastronómicos, entre muchos otros. Aquí, a causa de la obvia diversidad cultural y el consiguiente riesgo empresarial que podía suponer una edición de este tipo, no solíamos tener acceso a estas variedades lectoras del tebeo japonés. Se publicaban puntualmente rarezas como Atrévete con el sushi o tebeos en líneas temáticas concretas, pero casi siempre desde puntos de vista abiertos y generalistas.
El gourmet solitario es un representante claro, sin embargo, de aquella serie de mangas especializados en temáticas muy cerradas. Es cierto que la gastronomía japonesa está ahora mismo, en nuestro país, más en boga que nunca, pero la oferta gastronómica del trabajo de Taniguchi y Kusumi es tan selectiva, tan sibarita, que parecería únicamente reservada a los paladares más exquisitos y avezados en la cocina nipona. No es el caso, sin embargo: como insinuábamos unas líneas más arriba, el interés de este libro sobrepasa su planteamiento inicial.

 Los 19 capítulos se desarrollan de forma semejante: son episodios autoconclusivos que muestran al personaje (un representante de productos de importación que trabaja por cuenta propia), en diversas escenas culinarias. Los títulos contextualizan geográficamente la acción de cada capítulo y mencionan el plato que el protagonista engullirá en sus páginas; el resultado puede resultar en ocasiones un tanto críptico si uno no ha visitado Japón: “Kawasaki, pasada la región industrial Meihin; ‘Yakiniku’ en.la Avenida del Cemento” o “Distrito Toshima, Tokio; ’Sanuki-udon’ en la azotea de unos grandes almacenes en Ikebukuro”. En realidad es como si estuviéramos ante una de esas series típicas de televisión en las que cada capítulo plantea y resuelve un conflicto, dentro de un marco general de la serie (personajes, peripecia, etc.) bien conocido por los espectadores. El riesgo que se corre con planteamientos narrativos tan encorsetados es evidente: la monotonía.
El gourmet solitario salva ese escollo gracias al habilidoso guión de Masayuki Kusumi y al ingente talento visual de Taniguchi. A través de las andanzas gastronómicas del protagonista, la obra nos revela, con gran sutilidad, valiosos detalles culturales que nos permiten entender mejor la idiosincrasia del pueblo japonés. De igual manera, en cada capítulo se esboza sutilmente algún detalle biográfico del protagonista o descubrimos en alguno de sus gestos la información necesaria para completar el perfil (siempre parcial, siempre semioculto) de ese desconocido que nos ha invitado a ser testigos de sus desayunos, comidas y cenas. Se nos hace así partícipes de su apetito voraz (cercano a la gula), pero también de su carácter impregnado de una nostalgia profunda y al mismo tiempo de un vitalismo contagioso.


Del talento gráfico de Taniguchi poco se puede añadir a estas alturas. En El gourmet solitario demuestra su habilidad infinita para el detalle y se revela su permanente estado de gracia en la construcción de ambientes y arquitecturas y en la recreación de atmósferas llenas de vida. Es enorme el mérito que tiene el trabajo visual de una obra en la que el protagonista verdadero es el plato de comida: Taniguchi consigue abrir el apetito del lector, literalmente; sus platos de udon, sus cuencos de sopa de miso y sus sushis de toro de atún, huelen a gloria, sus texturas se sienten en la boca y la apariencia de los platos es realmente apetitosa. El dibujante consigue dotar de veracidad a algo tan matérico y aparentemente irrelevante (en términos de pertinencia visual) como un nabo encurtido o una bola de arroz.
Quizás dentro de la obra de Taniguchi, El gourmet solitario (como lo era El caminante) sea un trabajo menor, pero ya saben lo que se suele decir en estos casos: hasta el menor de los trabajos de un genio suele ser mejor que la media.