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lunes, diciembre 26, 2011

Cosas de miedo.

Nunca hemos sido fans del cine de terror. Lo pasamos tan mal con, la por otro lado estupenda, El resplandor, que decidimos que preferíamos ir al cine a reír, a llorar, a pensar o a deleitar la vista. Pese a lo dicho, estamos a puntito de acabar con la primera temporada de American Horror Story, una de las triunfadoras de la temporada en la parrilla televisiva serial estadounidense. Entretenida y bastante tópica, aunque hay que reconocerle que en algunos momentos te da unos buenos sustos.
Se trata, en realidad, de una serie con complejo de batidora: desde su primer capítulo parece un grandes éxitos del cine de terror Hollywoodiense. La mezla incluye una proporción variable de cada ingrediente: tenemos una pizca de fenómeno paranormal, a lo Poltergeist; una buena ración de casquería con receta de La matanza de Texas; dos docenas de psicópatas de la marca El silencio de los corderos; bastantes kilos de muertos-no-muertos y cadáveres vengativos de la variedad transgénica Viernes Trece-Pesadilla en Elm Street, etc. El famoso tutum revolutum que en este caso (aún sospechando que la fórmula no da mucho más de sí) funciona como producto de entretenimiento y hormigueo nervioso.
Lo cierto es que, por otras razones, da mucho más miedo otra serie que estamos también a punto de concluir (que por ser más antigua y llevar años clausurada, hemos podido disfrutar a nuestro ritmo). Hablamos de Carnivàle, la genial producción de HBO, creada por Daniel Knauf (alias Wilfred Schmidt, alias Chris Neal); guionista para Marvel de algunos números de Iron Man y The Eternals.
El miedo que produce Carnivàle va más allá de órganos sanguinolientos, zombies antropófagos y psicópatas desquiciados (aunque alguno aparece en sus dos temporadas). La serie (algunos de cuyos mejores capítulos fueron dirigidos Roberto García, hijo de don Gabriel y también director de varios capítulos de Los Soprano o de la excelente In Treatment) nos sitúa en los años de la Gran Depresión del 29, en el contexto de un circo itinerante, una parada de los monstruos con tintes sociales.
El horror que se asoma centímetro a centímetro desde el primero de sus episodios tiene que ver precisamente con la misma humanidad imperfecta, y por eso tan real, de sus personajes. No conocemos sus antecedentes, pero nos tememos lo peor; descubrimos poco a poco su presente y nos espantamos de su miseria moral, de su situación extrema y de lo poco que valen los valores cuando se pasa hambre. Se mezcla este terror a la decadencia, con una buena dosis de filosofía arcaica de lo sobrenatural (y de profecía bíblica, que monta tanto). Miedito interior, desasosiego y presentimiento, como el que sufrimos en los tremebundos episodios de la primera temporada, "Babylon" y "Pick a Number". ¿A quién se le ocurre cortar la serie en la segunda temporada? A veces la televisión, sus audiencias y la programación de las cadenas son todo un poltergeist.
Ahora, para miedo, miedo, el que dio en su día el señor Junji Ito y su obsesión en espiral ¡Cómo nos gustó Uzumaki! Nos hemos acordado de él gracias a unos estupendos gifts animados que descubrimos hace poco en esa web llena de sorpresas que es Who killed Bamby? Tirando del hilo, hemos llegado hasta Kade (RDJism), un joven tailandés que, si en verdad resulta ser el último hacedor de la animación, merece desde ya toda nuestra admiración. Denle vueltas a las espirales, pero no se asusten. Ah, y feliz Navidad.

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viernes, junio 30, 2006

Junji Ito. Miedo a las espirales.

La Cúpula acaba de editar Tomie, de Junji Ito, maestro del manga de terror. Sin embargo, me temo que su calidad (sobre todo en el apartado gráfico) queda unos cuantos palmos por debajo de la anterior obra del artista nipón publicada en nuestro país, Uzumaki. La siguiente reseña sobre la misma apareció en el Culturas, el 27 de marzo del 2005 .
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De un tiempo a esta parte da la sensación de que Hollywood está perdiendo el patrimonio del miedo. Los más viejos del lugar aún recuerdan los aullidos de terror de los espectadores desprevenidos que entraban a ver Tiburón como el que va a ver un documental de la 2. La lista de títulos es memorable, desde aquellas entrañables series B de Corman hasta las semillas endiabladas de Polansky y los siervos del Señor impotentes ante niñas de cabezas y mentes retorcidas. Hoy en día, nos tenemos que conformar con secuelas mediocres y escalofríos enlatados en serie, al tiempo que constatamos una evidencia que se presume incontestable: el miedo se ha ido a vivir a Oriente.
Echemos un vistazo al mercado del terror cinematográfico de los últimos años, ¿qué nombres propios merecen una mención de honor? Hideo Nakata, sin duda (Dark Water, The Ring…), pero también los Takashi Shimizu (La maldición), Kim Jee-Woon (Dos hermanas), etc. A algunos otros, como a Park Chan Wook (no he podido evitar mencionarlo), creador de la inmensa Old Boy, la etiqueta “cine de terror” se les queda ciertamente pequeña a la hora de definir su cine, extraño, hipnótico, desasosegante. Mientras tanto, desde la meca del celuloide, se contentan con regalarnos algún que otro remake mediocre de esas mismas películas.
Pues bien, aunque con un público mucho más limitado, el terror amarillo se está extendiendo al mundo del cómic como la pólvora originaria de aquellos lares. Tienen los artistas orientales una sensibilidad especial hacia el miedo que nos desconcierta a este lado del globo. Quizás sea esa capacidad de generar angustia desde la cotidianeidad, incluso a partir de la vulgar normalidad de los objetos. El agua, un armario, una televisión encendida, adquieren cierta energía negativa en manos de estos alquimistas de la anormalidad. Un ejemplo de ello es Suehiro Maruo, quizás la presencia más inquietante del cómic actual. Excesivo, truculento, perverso, Maruo nos conduce en sus comics por una galería de personajes monstruosos, no tanto por su aspecto, sino por sus actos y reacciones ante circunstancias, digamos, ordinarias. En esta búsqueda de la realidad alterada se asemeja a Junji Ito, creador de Uzumaki (término japonés que significa “espirales”), aunque es difícil hallar muchos más puntos de contacto entre ambos. Los dos hacen discurrir sus historias por las bambalinas de lo real; por mundos reconocibles, que en un momento dado encuentran su vuelta de tuerca en las vías del esperpento, en la deformación grotesca como único teatro factible en el que representar las profundidades del alma humana.
Uzumaki (Planeta de Agostini) es un cómic que discurre por esas veredas alucinadas. Comienza la serie en un pequeño pueblo japonés, apacible escenario de esa normalidad nipona que trasmite sosiego y deja respirar al reloj vital. En un momento, surge la anécdota, el asunto trivial que habrá de mover la trama hacia adelante: un alfarero local se obsesiona con la creación de piezas en forma de espirales. A partir de ahí, la vida de la aldea comienza a verse extrañamente alterada, sin que sus propios habitantes parezcan inmutarse ante los extraños incidentes que, cada ve con más frecuencia, parecen conquistar su rutina. La serie se organiza en torno a diferentes capítulos (tres por tomo) que admiten una lectura independiente, pero que comparten como nexo un mismo contexto y a sus dos protagonistas adolescentes: Kirie, la joven estudiante, y Shuichi, el novio de ésta; éste último personaje, estudiante universitario que regresa a su pueblo de visita, funciona como recurso narrativo para mostrar un punto de vista externo a esa realidad deformada, que los habitantes de Kurouzu empiezan a aceptar como propia. Su aparición ocasional, con una presencia física cada vez más deteriorada, funciona como contrapunto respecto a la paranoia progresiva que envuelve al relato y ejerce como punto de referencia normalizado de nuestra asunción de lo real como lectores.
En todo caso, lo cierto es que Uzumaki es una lectura sobre todo entretenida. Quizás no alcance los niveles de excelencia artística de otras obras comentadas desde estas páginas, pero con un nivel gráfico más que alto (mucho mejor que el del manga medio) y con un dominio del ritmo narrativo sobresaliente, Junji Ito nos regala argumentos suficientes para esperar con impaciencia la publicación del siguiente número de sus espirales y para lamentar egoístamente (y felicitarle por ello, al mismo tiempo) que este cómic no siga la norma habitual, por cuanto se refiere al número de páginas excesivo, de las publicaciones japonesas. Parece, en definitiva, que Uzumaki hace buena la máxima que exponíamos al principio de estas líneas: el miedo del futuro hablará japonés o chino o coreano… Vaya, parece que estamos dando vueltas una y otra vez sobre el mismo tema.